ya nunca arollaría a su cintura, se convertían en un lapso que le producía vertigo[...] jugueteó con el cigarrillo en el cenicero y finalmente lo apagó. El hombre permanecia en cada rincón de su cuerpo. Ahora tenía conciencia de que su carne formaba bajo las ropas un todo continuo, de que sus muslos y sus pechos estaban en cálida armonia. Era una nueva sensación. Seguía oliendo el sudor del hombre. Y, como si quisiera ponerlos a prueba, frunció los dedos de los pies enfundados en las medias.
Yukio Mishima, El marinero que perdio la gracia del mar.

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